Un día ordinario del 2004, Noam Chomsky tenía programada una entrevista. Entró en lo que parecía un salón de clase: un gran estante de libros colgaba de un lado de la pared, junto a una pizarra expansiva y fuera de lugar. En el medio había dos sencillas sillas de madera colocadas una frente a otra para crear proximidad.
Chomsky estaba acostumbrado a este tipo de escenarios. Muchos de sus días han estado llenos de entrevistas y conferencias solicitadas por académicos, universidades, centros de pensamiento, estudiantes y organizaciones sin fines de lucro de todo el mundo. Dedicar su tiempo y sus conocimientos a quienes se ocupan de «temas muy serios» es para él una de sus prioridades y lo considera un deber cívico.
Cuando Sacha Baron Cohen, vestido con un traje dorado, entró desfilando en el rol de su personaje Ali G, Chomsky se quedó, comprensiblemente, perplejo. Sabía que algo andaba mal y recibió una confirmación instantánea con la presentación que hizo Cohen: «Estoy aquí con mi pana, el profesor “Noman” Chomsky». Chomsky asintió con un leve desconcierto, por su nuevo título, antes de proceder a responder la avalancha de preguntas gramaticalmente desacertadas. La emboscada satírica de Cohen se hizo cada vez más extraña; en un momento, exigió que Chomsky distinguiera entre las palabras bilingüe y bisexual, pero sus respuestas fueron equilibradas y reflexivas, con su característico tono tranquilo y pausado. Chomsky llegó incluso a regalarle a Ali G una risa incómoda al final de la entrevista, pero no sin pedirle a su asistente, Beverly Bev Stohl: «No más hombres con trajes dorados».
Chomsky es una persona modesta y sencilla que se toma a sí mismo en serio. Además de su aversión a los trajes dorados, se resiste a la idea de ser ostentoso o especial. No quiere ser «un poquito más sencillo», y si fuera por él, «ni siquiera querría comer». Este espíritu de disciplina, devoción y austeridad es la base de su vida de logros como lingüista y su extraordinaria personalidad como intelectual político.
Como lingüista de renombre mundial, el éxito académico de Chomsky se deriva de su interés básico en los seres humanos. Para él, la capacidad humana de articular el pensamiento con el lenguaje nos distingue de todos nuestros hermanos evolutivos y va al núcleo de lo que nos hace humanos. Esta idea lo cautivó durante sus estudios de posgrado en Harvard y sus años de docencia en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) desde 1957. Para su grata sorpresa y buena fortuna romántica, no era el único interesado en el tema de la adquisición del lenguaje. Además de él, su difunta esposa, Carol, había estado trabajando en los cimientos de lo que se convertiría en la lingüística moderna.
Chomsky, Carol y otros egresados de Harvard University experimentaron con la teoría dominante del momento, la teoría estructuralista. En lo que Chomsky describe como un «laboratorio abierto», el MIT le dio la licencia creativa para explorar el rechazo de las teorías establecidas, como la teoría conductista del lenguaje. Los conductistas sostenían que los humanos adquirían el lenguaje a través de procesos de estímulo y respuesta, penalización y recompensa, refuerzo de procesos gratificantes y asociación de ideas. La contribución revolucionaria de Chomsky les dio la vuelta completa a todas esas teorías: arguyó que el lenguaje debería ser tratado como un órgano biológico. De la misma forma que lo que ocurre con el sistema visual o inmunológico, sostuvo que estábamos genéticamente predeterminados para el lenguaje y que todos los seres humanos tenemos como facultad innata una estructura básica para adquirir el lenguaje, independientemente de la inteligencia o del entorno.
Cuando se le pide que sitúe esta búsqueda académica en relación con su trabajo político y su crítica al neoliberalismo, Chomsky ofrece su propio relato: «Estuve profundamente involucrado en el trabajo político mucho antes de oír hablar de la lingüística». Para él, comenzó como un ruido tras bastidores en su infancia, hasta que más tarde se cristalizó en sus intereses intelectuales. Para otros, como el difunto Bryan Magee, había una conexión más profunda entre esas dualidades, que se inició con el rechazo de Chomsky al empirismo en la lingüística. Si bien se apartaba del método científico existente de racionalización en la adquisición del lenguaje, Magee sugiere que Chomsky también rechazaba inconscientemente el liberalismo, el hermano del empirismo en la historia del pensamiento europeo.
Para Chomsky, el neoliberalismo ha demostrado ser la raíz de todos los problemas de la izquierda a nivel global. Al hacer una analogía entre el Partido Laborista del Reino Unido y el Partido Demócrata de los Estados Unidos como las dos caras de la misma moneda, argumenta que su mayor problema ha sido la división de lealtades entre los electores y los intereses del partido. Los problemas laboristas comenzaron sobre todo durante los años del neoliberalismo de Blair, a quien Chomsky llama «Thatcher-lite». Las políticas de Blair provocaron una creciente inseguridad de los trabajadores, relaciones independientes entre empleadores y empleados y una baja inflación unida a altas ganancias: el cóctel perfecto para nuestra economía Gig de liderazgo corporativo. En su opinión, la división entre el ala socialista de extrema izquierda y el ala neoliberal blairista del Partido Laborista no fue inevitable, sino fabricada. Para Chomsky, hay varias divisiones que interactúan —políticas, culturales, religiosas, abiertas o cerradas, Brexit o Permanecer—, pero «la división fundamental ha sido la división de clases».
Al otro lado del Atlántico, los demócratas habían luchado contra una dolencia similar desde los años de Carter a finales de los 70. Chomsky argumenta que los demócratas desatendieron a la clase trabajadora, que había sido su base tradicional de votantes, en beneficio de la clase alta pseudointelectual de Wall Street. La Ley de Pleno Empleo de Humphrey-Hawkins fue la última legislación prolaboral aprobada por el Congreso, pero resultó diluida despiadadamente hasta quedar «desarticulada» para garantizar el pleno empleo. En cambio, los demócratas se enamoraron de su nuevo credo meritocrático y de los fiesteros de Hollywood. La victoria de Obama fue un potente ejemplo de esta tensión continua: aunque elegido por activistas y organizadores de base, en su mayoría jóvenes, a los dos años ya había «traicionado» a sus electores y había sentado las bases para Trump. El «error de Obama» se reflejó en el voto laboral que los demócratas perdieron como resultado de apuñalar a su pueblo por la espalda: «No era que los republicanos hubiesen ganado, era que los demócratas habían perdido», afirma Chomsky.
Si el neoliberalismo es el diagnóstico de Chomsky para una izquierda disfuncional, ¿cuál es su receta? Lejos de ser un llamado radical a la revolución, su solución radica en un modelo alternativo de capitalismo reglamentado. Esto implica serias medidas a nivel gubernamental que controlen los excesos del capitalismo; representación de las clases trabajadoras en los consejos directivos corporativos, al estilo alemán; impuestos a la producción de carbono que se puedan reinvertir en el sector público; así como atención médica universal con mayores ahorros en las primas de seguros. En otras palabras, un regreso a la socialdemocracia de los años 50 y 60, que fue la «edad de oro del capitalismo moderno». A fin de lograrlo, Chomsky propone tres pruebas para que la izquierda actúe unida: «educativa, organizativa y activista».
En su opinión, la reconstrucción de la democracia es uno de los tres retos de nuestro tiempo. Para Chomsky, la libertad de los ciudadanos comunes bajo el modelo neoliberal está subordinada a un poder privado irresponsable y concentrado. Actualmente, las corporaciones dominan la esfera de toma de decisiones en todos los niveles. Cuando Margaret Thatcher bromeó diciendo que «no hay sociedad, solo individuos» —inspirándose en Milton Friedman—, se estaba refiriendo al debilitamiento intencional de las instituciones de gobierno que permitían a las personas participar en la toma de decisiones. En este sentido, Chomsky atribuye la responsabilidad de la erosión de nuestras instituciones democráticas, junto a la atracción que ejercen políticos populistas y el declive en los servicios británicos de salud, a la aceptación normalizada del neoliberalismo en la política dominante. Actualmente es mucho más difícil imaginar cómo podría ser una democracia abierta, plural y exitosa.
En respuesta a esta situación hipotética, Chomsky tiene pocas dudas. Para él, los principios centrales del anarquismo son fundamentales para una democracia exitosa. Sostiene que una estructura de dominio solo puede justificarse si es legítima. En lugar de suponer la legitimidad, toda autoridad debe superar una serie de pruebas. Siempre que no pueda justificarse, la estructura jerárquica debe ser desmantelada con el tiempo. Cuando se le pregunta acerca de los aspectos prácticos de esto, se asoma el idealismo de Chomsky: «No puedes hacerlo chasqueando los dedos… Pero creo que es un ideal virtualmente universal dentro de nuestro sistema moral».
En otros escenarios, Chomsky demuestra ser un estratega político pragmático. Reconociendo la dificultad de un acercamiento marxista, elige cuidadosamente sus palabras. Admite abiertamente la importancia de la terminología en la política y en el discurso persuasivo en general. Lo que pueda funcionar bien en otros países, dice, no tendría el mismo atractivo en Estados Unidos. Por ejemplo, el éxito de una candidatura demócrata-cristiana lanzada contra el socialismo en Alemania no tendría relevancia en Estados Unidos o Reino Unido, como se demostró en diciembre del 2019 (Chomsky firmó una carta respaldando a Jeremy Corbyn en las elecciones del 2019 en Reino Unido). Del mismo modo, los eslóganes socialmente progresistas como el de «quitarle financiamiento a la policía», surgidos del movimiento Black Lives Matter, le hacen daño a la izquierda. Chomsky dice esto sin rodeos: «Quitarle financiamiento a la policía fue un regalo a la derecha», a expensas de un mensaje significativo. Su punto de vista tiene también una implicación más profunda: la izquierda política debe encontrar una forma de reorganizar sus ideas y valores ante un electorado. Si se enmarcan con la terminología correcta, Chomsky cree firmemente que las ideas socialistas sobre la redistribución, los impuestos y la representación de los trabajadores pueden resonar en una audiencia más amplia y tener éxito en las urnas.
***
El acercamiento de Chomsky al anarquismo se arraigó mucho antes en su vida. Nació en el seno de una familia de inmigrantes judíos, en lo que él describe como un «gueto cultural judío» en Pennsylvania. Influenciado por su padre, un erudito hebreo, creció leyendo literatura hebrea sobre el asentamiento judío anterior al Estado de Israel. Su interés se convirtió en activismo cuando pasó a ser miembro del ala socialista radical del movimiento juvenil sionista que favorecía la cooperación de clase árabe-judía y se oponía a un Estado judío. Chomsky, un crítico del sionismo de toda la vida, afirma que el movimiento fue etiquetado como antisionista.
El resto de su familia extendida estaba, en su mayoría, desempleada o pertenecía a la clase trabajadora; se ganaban la vida como recaderos, costureras o vendedores ambulantes. Ellos, sin embargo, fueron afortunados: no era extraño que los vecinos vendieran ropa usada de puerta en puerta para llevar comida a la mesa, después de la Depresión. Aunque su familia carecía del privilegio de la educación formal, Chomsky se enorgullece de que fueron autodidactas. La vida de su tío es ilustrativa de esto: un hombre de clase trabajadora que abrió un quiosco de periódicos en la avenida 72 en Nueva York, donde asistía con agrado a los acalorados debates de los angustiados neoyorquinos que se detenían a leer los titulares de los periódicos.
A Chomsky le encantaba pasar los veranos allí y visitaba con frecuencia a sus familiares durante largos períodos. Para llenar sus días en el sofocante calor urbano, buscó refugio en las librerías cercanas, creadas por la diáspora de inmigrantes (muchos de ellos españoles). Este hábito influyó en su temprano interés intelectual por la Guerra Civil española y el movimiento anarquista, un movimiento con cuyos principios Chomsky ya se alineaba desde aquella época y con el que luego se identificaría el resto de su vida. Esto se manifestó más tarde en su oposición a las guerras de Vietnam e Irak, y le valió el título de «disidente público» contra el imperialismo de los Estados Unidos.
Sus años de disentimiento no tardaron mucho. «Bueno, la década de 1950 fue un período bastante inactivo. Y luego, alrededor de 1960, las cosas estaban cambiando». Mientras la guerra de Vietnam estaba en plena vigencia, los estadounidenses no le prestaban atención. Las protestas fueron «prácticamente nulas», pero se podía encontrar a Chomsky en una iglesia dando discursos y charlas a todo tipo de público, a veces había solo cuatro asistentes, y posiblemente uno de ellos era «algún borracho que caminaba por las calles». Gradualmente, las atrocidades de los bombardeos cobraron fuerza, lo que llevó a la primera protesta internacional, en octubre de 1965, y finalmente a una marcha en Boston. Aun así, Chomsky estaba avergonzado por el nivel de subestimación que existía: «Criticábamos principalmente el bombardeo de Vietnam del Norte, porque ese era, al menos, un tema que alguien escucharía. Pero ese fue un espectáculo paralelo. Quiero decir, el peor ataque fue contra Vietnam del Sur».
La masacre de My Lai contra civiles de Vietnam del Sur pronto se volvió noticia. Cuando se le pidió a Chomsky que escribiera al respecto para el New York Post, estuvo de acuerdo, con la condición de poder hablar sobre las otras incursiones tácitas posteriores en las aldeas de Tet, que fueron diseñadas por «el tipo sentado en una oficina con aire acondicionado», en vez de por un «G.I. pobre no muy educado» (persona alistada en las fuerzas armadas de los Estados Unidos, especialmente en el ejército). Al final, para Chomsky, «My Lai fue literalmente una nota a pie de página» entre otras operaciones de asesinatos en masa que, discretamente, nunca se discutieron.
Por el contrario, la guerra de Irak provocó protestas internacionales desde el principio. Esto, para Chomsky, marcó la diferencia. «Estados Unidos no pudo utilizar las tácticas [de guerra química] utilizadas en Vietnam», y la oposición contra la guerra obligó a la administración Bush a desistir de sus objetivos bélicos. Desde permitir elecciones hasta renunciar a sus condiciones en el Acuerdo de Estatus de Fuerza, los Estados Unidos fueron arrinconados con las manos en alto. Naturalmente optimista, Chomsky nos recuerda que «Irak ha sido una historia horrorosa, pero pudo haber sido mucho peor».
***
Ahora, a los 92 años, la pandemia ha relegado las presentaciones públicas de Chomsky, en favor de la discreción de las cámaras virtuales colocadas frente a su biblioteca de caoba. Tiene su atención centrada en dos proyectos de supervivencia humana importantes: la crisis climática y la amenaza de una guerra nuclear. Concedió un número sin precedente de entrevistas solo el año pasado, que describe como «un momento de confluencia de crisis graves», de las cuales la más importante es la posibilidad de la autodestrucción humana. «Desde la Segunda Guerra Mundial, hemos creado dos medios de destrucción de la civilización humana organizada», plantea Chomsky. «Durante la era neoliberal, se ha desmantelado la forma para poder manejar esos medios. Esas son nuestras tenazas. Es lo que enfrentamos, y si ese problema no se resuelve, estaremos acabados».
Sin una política climática, cualquier otro tema pierde relevancia. Cuando le pregunté cómo influirá el año 2020 en los próximos cinco o diez años, me dijo: «Eso depende de si los seres humanos son capaces de una reversión radical, que, por supuesto, es necesaria para abordar las graves crisis». Chomsky argumenta, con un nuevo y más beligerante sentido de urgencia, que los humanos solo tienen una década, o dos, para lidiar de manera decisiva con la crisis climática. Una solución puede estar en cambiar los términos del contrato social que rige la relación entre los ciudadanos, y entre ellos y los Gobiernos. No es el primero en considerar un nuevo contrato social: «Es probable que el contrato social cambie, pero sospecho que será por razones más poderosas que las de un cambio digital generalizado [similar y en mayor escala al de la pandemia], esa razón poderosa es la catástrofe ambiental inminente», declaró Chomsky a Res Publica.
La amenaza de destrucción nuclear es una perspectiva igualmente terrible. Utilizando el Reloj del Juicio Final (el Doomsday Clock del Bulletin of the Atomic Scientists), Chomsky insta a la acción colectiva a un público informado y comprometido para actuar como amortiguador contra la guerra nuclear: «… el reloj comenzó siete minutos antes de la medianoche. En 1953 se había movido a dos minutos para la medianoche. Ese fue el año en el que los Estados Unidos y la Unión Soviética hicieron explotar bombas de hidrógeno. Inmediatamente después de las elecciones de Trump, a fines de enero de este año, el reloj se movió nuevamente a dos minutos y medio para la medianoche, lo más cerca que ha estado desde 1953». El avance de la inteligencia artificial y la tecnología totalmente automatizada aumentan este riesgo de cataclismo. Si bien Chomsky matiza en lo que respecta a la inteligencia artificial (cree que la tecnología es neutral en cuanto a los valores y puede usarse para liberar u oprimir, dependiendo de lo que decidamos hacer), advierte en su respuesta: «Ten en cuenta que la inteligencia artificial, aunque a veces útil, es tonta».
A nivel mundial, tanto para sus seguidores como para sus críticos, Noam Chomsky ha demostrado ser una voz extraordinaria. Atrae a multitudes de todos los colores, edades y estilos de vida, y según Bev (su asistente de muchos años), hay quienes han derramado lágrimas al verlo. Para muchos, representa la libertad: un símbolo andante de la lucha por la democracia y la libertad. No es difícil comprender su atractivo global y personal; uno solo necesita encontrar su mirada. Al exponer sus opiniones, el brillo característico de los ojos de Chomsky ilumina su viejo cuerpo, contrarrestado solo por la fiereza silenciosa de su lógica, apoyada en evidencias y bien articulada. Desafía resueltamente a los entrevistadores y a los miembros de la audiencia; a su mente aguda le llega la información almacenada en su archivo neuronal. «Noam solo tiene que abrir gavetas y ficheros en su cabeza y, literalmente, coger el archivo y acceder de inmediato a los recuerdos de conversaciones que tuvo hace cincuenta años».
Sin embargo, es su inesperado comportamiento tranquilo el que lo hace tan misterioso; mantiene intacto su lado lúdico, como un abuelo cariñoso, «encantado por la magia de la infancia». Según Bev, su alegría interior y su optimismo lo mantienen a flote en medio de la oscuridad del mundo y por encima de la opresión que ha presenciado. Es lo que le ayuda a ser Noam, dice Bev, cuyo objetivo gira «sobre la verdad».
Chomsky, en su vida, nunca ha mostrado interés por interactuar con primeros ministros o presidentes, sino con los prisioneros olvidados y los idealistas jóvenes de catorce años que, en busca de sus consejos, le escriben correos de sincero agradecimiento. La «gente corriente» siempre ha sido su razón de ser. Incluso ahora, cuando se le pregunta qué hace para mantenerse optimista, mira a otros que están comprometidos con la lucha por un mundo más justo y dice: «¿Cómo no compartir ese optimismo, con todos nuestros privilegios y ventajas?». Otras veces inspira al público con la frase de Gramsci: «Pesimismo del intelecto, optimismo de la voluntad». El optimismo inquebrantable de Chomsky sigue siendo parte importante de su legado duradero y uno de sus rasgos más sorprendentes. Si bien admite que nuestra generación será la primera (aunque podría ser la última) en asumir la responsabilidad sobre dos aspectos urgentes y esenciales para la existencia humana organizada, el intelectual que hay en él admira el desafío. Al final, dice, todo se reduce a esto: «¿Seguirá existiendo el experimento humano en una forma reconocible?»
Zarlush Zaidi nació en Durham, Inglaterra. Es una abogada paquistaní-británica radicada en Londres. Luego de pasar un tiempo en los Emiratos Árabes Unidos, completó sus estudios de derecho con un First Class de la London School of Economics and Political Science (LSE). Ha trabajado para el reconocido sociólogo Anthony Giddens en la Cámara de Lores del Reino Unido. Es escritora y editora de Res Publica.
Traducción: José M. Santana, investigador asociado de Noam Chomsky, jsantana0225@gmail.com