Escribo este artículo la tarde en que se ha dado a conocer el triunfo definitivo de Joe Biden en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos. Doy por hecho, naturalmente, que Biden será el próximo presidente norteamericano. Aunque sé que Trump pondrá todos los obstáculos «legales» posibles, él sabe que estará desarrollando una estrategia imposible a corto plazo, pensada para mantener las espadas en alto toda la legislatura.
A partir del 20 de enero del 2021, Biden tendrá que dar respuesta a los problemas objetivos que su país —y el mundo— tienen delante, y también a las esperanzas que el pueblo americano (al menos 75 millones de personas) han depositado en una nueva política, antagónica a la no política desplegada desorganizadamente por Donald Trump.
Lo que tendrá que hacer Biden es fijar sus prioridades para el mandato con toda precisión, porque el partido republicano no le pasará ni una.
Lo primero será enfrentarse a la pandemia que arrasa en Estados Unidos, y situar ese objetivo con la relevancia que despreció su antecesor. El dilema entre salud y economía es falso. La llamada segunda ola lo ha probado. Estados Unidos tiene que afrontar la asignatura pendiente que intentó boicotear Trump: llevar a sus últimas consecuencias el Obamacare que tanto combatieron los republicanos. Sin una transformación de su sistema sanitario, Estados Unidos no podrá con la crisis que tristemente encabeza ese país en el mundo occidental.
En paralelo a la cuestión de la covid-19, Biden ha de enfrentarse a la recesión y al aumento del paro producido por el virus. Y lo ha de hacer pasando del radical proteccionismo trumpista a una política comercial abierta, especialmente en relación con el área latinoamericana y con la Unión Europea, que han sufrido daños arancelarios. Sería un giro copernicano, pero imprescindible si Biden quiere recuperar la relación transatlántica, cuya decadencia a manos de Trump ha sido un malísimo negocio para lo que se llamaba The West; o si quiere restaurar su posición dentro de la Organización Mundial del Comercio.
Para conseguir una nueva etapa en la política comercial y económica, Estados Unidos tiene que adoptar decisiones firmes sobre las multinacionales tecnológicas (GAFA) que abusan de posición dominante, en lo económico y hasta en lo político.
Esta es una opción para compartir con la Unión Europea, que implica aprobar una reforma fiscal profunda para que Google, Apple, Amazon o Facebook paguen los impuestos debidos en los países en que obtienen sus enormes beneficios.
Biden tiene ante sí el desmantelamiento de una política contra el multilateralismo, groseramente implementada por Trump, que destrozó la labor de años de los agentes supranacionales y de los acuerdos o tratados firmados por la comunidad internacional.
Esperamos que Biden, junto a Kamala Harris, hagan que Estados Unidos vuelva al Acuerdo de París sobre el cambio climático y al acuerdo con Irán sobre energía nuclear.
A Estados Unidos le corresponde liderar la transición ecológica justa y unirse a la Unión Europea para la descarbonización de las economías y emisiones de CO2 neutras en el 2050.
Vinculado a lo anterior, tenemos un reto fundamental al que han de responder conjuntamente Estados Unidos y la Unión: la digitalización de la economía, la tecnologización de ámbitos tan esenciales como la educación, la sanidad o las industrias culturales.
Es sabido que Europa va por detrás de Estados Unidos y China en tecnologías de la información (5G). A la Unión le interesan unos Estados Unidos colaboradores en este campo. La utilización de los fondos europeos de recuperación puede ser una ayuda en esa dirección.
En política exterior y de seguridad puede estar la esfera más difícil de coincidencia entre Estados Unidos y la Unión Europea. Trump ha puesto en cuestión la relación transatlántica expresada en la OTAN. Se ha alejado de sus aliados en el momento que más los necesitaba. La política de Biden no será la misma. Sin embargo, no es probable que la Administración demócrata dé un viraje de 180 grados respecto de la republicana. De ahí la importancia de que las instituciones europeas muestren una actitud activa para combinar la mejora de las relaciones con Estados Unidos con la consolidación de una autonomía estratégica europea.
La llegada de Biden abre una expectativa evidente sobre la relación con Latinoamérica. En lo económico, en lo político y en las bases de la política migratoria.
Trump ha vulnerado gravemente los tratados internacionales sobre asilo. Es una decisión capital el cumplimiento de ese derecho humano. Trump ha maltratado a los inmigrantes y a sus hijos. Y ha decepcionado a los niños que nacieron en territorio de Estados Unidos y que aspiran legítimamente a recibir la nacionalidad norteamericana, a los llamados dreamers. Biden tendrá que acabar con esa situación de forma inmediata.
No cabe duda de que un cambio de esta dimensión en la Casa Blanca, que incluye una división tan dura en la sociedad, ha de tener un impacto gigantesco en la relación de Estados Unidos con la política de los países latinoamericanos. Sin la minoría hispana, Biden no sería presidente. Sin un cambio en las políticas de los países de centro y Sudamérica en un sentido progresista, no surgirían alicientes en Washington para contribuir a la salida de la gran crisis social, económica y de seguridad por la que atraviesan muchos países de Latinoamérica.
Biden ha sido llevado a la Casa Blanca por un amplísimo sector social que aspira a que su país sea líder en tres principios esenciales, degradados durante los últimos cuatro años: democracia, rule of law y libertades. La sociedad norteamericana no puede por más tiempo vivir bajo el manto del racismo y del autoritarismo descontrolado de las fuerzas de seguridad.
Ese autoritarismo impune de la policía se explica por dos factores a erradicar: el supremacismo blanco y la tenencia de armas por cualquiera, que originan miles de asesinatos al año. Esto sí que es un desafío histórico, probablemente uno de los más difíciles de abordar para la nueva Administración.
Cualquiera concluiría, a la vista de tales retos, que la tarea de Biden y de Kamala Harris es enorme y difícil. A ello va unido que hay dos instituciones hostiles con unas potestades extraordinarias en el sistema americano de check and balances: el Senado y el Tribunal Supremo. Si, como parece, tuviera mayoría republicana, el Senado boicoteará cualquier propuesta nacida de Biden, para arruinar su mandato. El consenso necesario brillará por su ausencia y el chantaje político estará a la orden del día. Al menos en los dos primeros años de la legislatura, hasta las elecciones mid term.
En cuanto al Tribunal Supremo, con seis jueces conservadores y tres progresistas, no será precisamente una ayuda para Biden.
Pero, por encima de tales obstáculos, Biden ha adquirido la responsabilidad de llevar a cabo esas prioridades que se han ido acumulando en la era trumpista.
A Biden le va a tocar restaurar los platos rotos de Trump: la ruptura de tratados internacionales en el espacio norteamericano (Canadá y México), en el espacio Asia-Pacífico y en el europeo.
¿Tendrá Biden los instrumentos políticos y constitucionales para poder realizar las tareas a que se ha hecho alusión en este artículo a pesar de los obstáculos —también políticos y constitucionales— que hemos señalado?
Estados Unidos es una democracia fuerte, que le ha dado su identidad al país a lo largo de la historia. La primera democracia. Que ha atravesado momentos que la han ido ampliando. Que en los primeros períodos desde su nacimiento no permitía votar a la población de color ni a las mujeres. Que ha tenido que luchar para que se garantizasen a todos los niveles los derechos y libertades fundamentales. Y que conserva elementos anacrónicos, como se observa muy visiblemente en el anticuado y farragoso sistema electoral.
La forma presidencialista de gobierno se llama precisamente así por ser el presidente el centro del sistema político. Su influencia en el resto del continente americano es muy evidente.
El presidente de los Estados Unidos es un Ejecutivo monocrático, sin Gabinete propiamente dicho. No es responsable ante el Congreso, el Poder Legislativo. Biden cumplirá, en principio, los cuatro años de mandato.
La filosofía desde el compromiso de Filadelfia es que el presidente tiene limitado su poder para no convertirlo en un monarca.
Pero Biden no será solo el Poder Ejecutivo que dirige la acción del Gobierno. También es parte del Poder Legislativo (tiene iniciativa legislativa y puede vetar la legislación nacida del Congreso), y del Poder Judicial, en parte porque puede indultar, así como nombrar jueces federales y los jueces del Tribunal Supremo.
No hay moción de censura o de confianza política ante el Congreso, salvo el mecanismo del impeachment. Algo no imaginable dada la mayoría demócrata en la Cámara de Representantes, que es la que tendría que iniciar el procedimiento.
Además de lo anterior, Biden tendrá la gran legitimidad que le da haber sido elegido directamente (desde una perspectiva política) por todas y todos los ciudadanos. Aunque técnicamente es una elección indirecta, a través de compromisarios, en la práctica es directa, porque todos los delegados que se eligen en cada estado se adjudican al partido ganador (winner takes all).
Esa legitimidad es aún mayor si tenemos en cuenta que nunca ha habido una participación tan amplia en toda la historia de los Estados Unidos. Esto le dará a Biden el instrumento político más potente para gobernar el país más poderoso del planeta.
Biden dirigirá la política exterior y de defensa. Es el comandante en jefe del Ejército, de la Marina y de la milicia de los distintos estados. La declaración de guerra debe autorizarla el Congreso (War Powers Resolutions, de 7 de noviembre de 1973), salvo caso de «urgente necesidad nacional», resolución que se explica por la guerra de Vietnam.
Junto a este papel protagonista presidencial, Biden ejercerá lo que la doctrina norteamericana más reciente (Corwin, Fenno, Koening, Rossiter) llama la Presidencia invisible, que viene configurada por el amplio aparato presidencial de apoyos. Entre esos apoyos, el primero será el de Kamala Harris, próxima vicepresidenta. La vicepresidencia de los Estados Unidos ha ido aumentando sus poderes.
También contará Biden con las poderosas agencias o comisiones regulatorias independientes, con poderes cuasilegislativos o cuasijudiciales (Independent Executive Agencies), nombradas por el presidente. Entre ellas, la NASA, para la investigación espacial.
Hay que referirse también a los secretarios del Gabinete (secretaries of State), que ejercen funciones parecidas a las de un ministro. Forman con el presidente un Cabinet, al que pueden añadirse otros colaboradores.
En el ámbito más próximo al presidente hay otras unidades organizativas que constituyen la Executive Office, nombrada exclusivamente por el presidente, sin intervención del Senado.
Dentro de la Executive Office está la National Security Office, un órgano que es consultado en materia de política exterior, interior y militar, con una composición establecida por ley (son miembros natos, además del presidente, la vicepresidenta y los secretarios de Estado y de Defensa, y participan como consejeros el director de la Central Intelligence Agency y el jefe del Estado Mayor de la Defensa).
El presidente es el líder absoluto del partido en cuanto jefe de Estado y jefe de Gobierno. No existe un líder de la oposición, como en los regímenes parlamentarios, aunque quizá esta tradición se rompa si Donald Trump quiere erigirse como tal.
En resumen, Biden, el presidente electo, tiene ante sí desafíos de enorme relevancia: la pandemia; la crisis económica; la lucha contra la desigualdad, la xenofobia y el racismo; la recuperación del multilateralismo; el cambio hacia el fin del proteccionismo y el aislacionismo; la recuperación de la relación transatlántica con la Unión Europea; la vuelta al Acuerdo de París contra el cambio climático, a la Organización Mundial del Comercio, al acuerdo con Irán sobre energía nuclear y a otros tratados comerciales con Canadá, México o la Unión Europea.
Pero, a pesar de esos retos, Biden tendrá a su disposición instrumentos y potestades constitucionales ejecutivas, legislativas y judiciales. Estas potestades se verán controladas también por el Congreso y por el Tribunal Supremo.
La elección de Biden supone un giro nítido que rompe con las políticas proteccionistas, aislacionistas y autoritarias de Donald Trump.
Diego López Garrido es director de Lecciones de Derecho Constitucional de España y de la Unión Europea, Tirant lo Blanch, Valencia, 2018. Vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas. Catedrático emérito de Derecho Constitucional en la Universidad de Castilla – La Mancha. Fue secretario de Estado para la Unión Europea, diputado y portavoz del Grupo Socialista y vicepresidente de la Asamblea Parlamentaria de la OTAN. Actualmente es miembro de la Asamblea de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR).